CONTENIDO LITERAL

("Zanoni, o el secreto de los inmortales", comentario de Albert Solé. Derechos de autor 1995, Gigamesh)

El título vacío, o Zanoni. El título vacío es, obviamente, aquel que en un principio no contiene nada y no ofrece nada a la mirada lectora, sin importar cual sea el tipo de escrutinio al que pueda llegar a ser sometido. Eso no es, en principio, ni un demérito ni una condena: debemos recordar que el título es meramente eso y que, por el momento y ni siquiera en estos tiempos de prisa y fagocitamiento cultural, se ha tratado de proponer la sustitución del texto por el título. El recorrido por lo que hay detrás del título puede llenarlo de contenido hasta extremos tan inusitados como ha ocurrido con Drácula, un caso en el que se ha logrado un auténtico milagro de metonimia; pero siempre será preciso llevarlo a cabo antes de poder obtener un contenido.
Bulwer Lytton es nebulosamente recordado hoy en día, y más que nada por quienes se iniciaron en los recorridos impresos con aquellos libros resumidos que alternaban la página de letras con la de dibujos ordenados en un cierto formato narrativo, por haber perpetrado Los últimos días de Pompeya, lo que le ganó una pequeña inmortalidad en la medida en que esa novela -como la eximia Fabiola, del cardenal Sienkiewicz- fue saqueada posteriormente por el cine para engendrar el subgénero del peplum. Dentro de nuestra área temática, sin embargo, Lytton puede aspirar al recuerdo archivístico por "The haunted and the haunters", un proto-relato sobre las casas encantadas que ha sido editado varias veces por aquí como "La casa de los espíritus", y por el libro que nos ocupa y que Valdemar, reconociendo sin duda la ejemplaridad de su vacío, ha intentado engrasar con la coletilla o el secreto de los inmortales para aliviar un poco el lógico pasmo de quien se enfrente a tan enigmático nombre. Recurramos a las enciclopedias, que para eso están, y hallaremos una primera evaluación taxonomía de Zanoni cuando la errática obra de consulta sobre el terror y lo sobrenatural editada por Viking Press nos informe de que es un libro rigurosamente ilegible para el lector moderno, lo cual es del todo cierto, y lo achaque a haber sido escrito en una época en que la burguesía tenía mucho tiempo para leer y exigía longitudes desmesuradas, lo cual es una estupidez reductora como la copa de un pino si se piensa en, por ejemplo, Guerra y paz sin ir más lejos.
Lytton utiliza dos hilos de ideación que pretenden reforzarse mutuamente, y que consisten en a) proponer al lector la peripecia de los dos últimos miembros de una antigua secta de inmortales que quedan en nuestro mundo, convirtiéndolos en representantes no tanto antagónicos como decorativos de dos posibles posturas adoptables por la inmortalidad ante el ajetreo cotidiano del hormiguero humano (Zanoni se zambulle en él y se implica en favor del bien, influyendo sobre lo que ocurre o pretendiendo hacerlo; en tanto que Menjour se mantiene al margen, estudia y observa); y 2) situar el clímax final de este ambiguo estado de hallarse en el mundo sin estar en él dentro de la Revolución Francesa, presentándola como el gatillo que activará las contradicciones implícitas en la postura de Zanoni. El fracaso, y de ahí la ilegibilidad en que acierta la Viking, es bastante ruidoso en ambos caminos.
En efecto, el primero no es más que una aburrida palinodia más o menos gótica escrita con una torpeza, una pesadez y una recreación en los efectos más bajamente teatrales (hasta el extremo de que la lectura en voz alta de algunos de los diálogos más floridos -un ejercicio de masoquismo que únicamente debe practicarse a solas, salvo que se quiera provocar una huida masiva de todas las formas de vida próximas al declamador- produzca el alarmante efecto de estar asistiendo a una representación de Shakespeare adaptada, puesta en escena e interpretada por el Teatro Chino de Manolita Chen) que muestra con enternecedora memez sus cartas en las primeras páginas y no sabe salir de ahí en ningún instante del recorrido: la inmortalidad es una carga, el pobre inmortal está rodeado de barbaridades sin cuento y de hormigas humanas que se empecinan en cometer atrocidades a toda prisa (no vaya a ser que se mueran sin haberles dado tiempo de acabarlas), y el mundo es, por citar otra vez al bardo de Avon, una historia de ruido y furia contada por un idiota. Es todo y no se busque más, y quien quiera perdonarlo por afición al goticismo tiene todo el derecho del mundo a hacerlo, especialmente en nuestro momento de adoración y encumbramiento de todos los exponentes trash de la cultura. El segundo, y ahí sí que Zanoni llega por momentos a rozar lo sublime, se produce cuando Lytton se enfrenta al mismo dilema que su inmortal y ha de adoptar una actitud ante la Revolución Francesa: Edward George Earle Bulwer-Lytton -que, aparte de escritor de éxito en su día, fue también barón, sir, par del Reino y Secretario Colonial, con lo que resulta fácil predecir su reacción al dilema- la adopta, desde luego, y hace que consista en tal proclama retrocavernícola en favor del Antiguo Régimen que sonrojaría incluso a la Pimpinela Escarlata. Se ha dicho en algunas ocasiones que el gótico se caracterizó por confundir la recreación/nostalgia estilística del pasado con el prosternarse ante las viejas ideologías que lo caracterizaron, y perlas como "la más noble de todas las leyes, la desigualdad entre hombre y hombre" (pág. 302); "en todas las monarquías, o por mejor decir, en todos los Estados bien constituidos" (pág. 268, donde se deja bien claro que si no se es monarquía no se es un Estado bien constituido ni se es ná, que diría el castizo), y "la ciencia y el ateísmo son incompatibles" (pág. 199) parecerían confirmar tal acusación.
Zanoni llega al final de su periplo sacrificándose por amor en pro de una mujer que no parece merecerlo demasiado (las mujeres, ya se sabe, siempre usan "ese astuto disimulo que es proverbial... en su sexo", pág. 267, y además esta mujer en concreto ha provocado esa situación suya de aprisionamiento en las diabólicas garras de la Revolución Francesa que obliga a Zanoni a sacrificarse, y lo ha hecho empleando a fondo y con enérgica dedicación tanto su estupidez particular como la que Lytton atribuye entusiásticamente a su sexo y a su país, Italia) y por un hijo que, al llevar sangre de inmortal en las venas -y, mayoritariamente, ser varón- tal vez sí lo merezca. Con ello nos revela un curioso espécimen de título vacío que, al final, no ha resultado estar precisamente vacío sino contener polvo, telarañas y aire rancio, y nos deja consolados con el no despreciable alivio de que Lytton jamás llegara a novelar las andanzas de Zanoni Jr., nunca sabremos si por pereza, porque su prodigiosa musa logorreica acabó sucumbiendo al cansancio o, pura y simplemente, por la afortunada falta de un mercado literario propicio al consumo de sagas como el que padecemos hoy en día.