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("Agujeros negros", artículo de Javier Redal. Derechos de autor 1995, Javier Redal)

Hay veces en que no se sabe dónde acaba la ciencia y dónde empieza la ficción. Imaginen que les decimos a Julio Verne o a H. G. Wells: "Los científicos del siglo XX creen posible la existencia de unos objetos tan masivos que ni la propia luz podría escapar de ellos, y que pueden ser puertas de entrada a otros universos, a galaxias distantes o al pasado...". En el mejor de los casos nos elogiarían por nuestra portentosa fantasía, al tiempo que se barrenaban la sien con el índice.
La primera especulación sobre los agujeros negros se remonta al siglo XVIII, por el astrónomo Pierre Simon de Laplace. Consideró que un cuerpo extremadamente denso sería invisible, pues la luz no podría escapar de él; era una consecuencia lógica de la ley de la gravitación de Newton.
Pero habrían de llegar el siglo XX y Albert Einstein para que la mera especulación se convirtiera en algo sólido... nunca mejor dicho. El primer teórico de los agujeros negros fue el físico Karl Schwarzschild, que a principios de este siglo llevó la teoría de la Relatividad General (más bien, la teoría Relativista de la Gravedad) a su extremo, un campo gravitatorio infinitamente intenso. Dado que la teoría considera la gravedad como una curvatura del espacio-tiempo, esto condujo a desarrollar un concepto muy "singular": la singularidad del espacio-tiempo.
Una singularidad debe estar rodeada por el "horizonte de sucesos": una superficie que marca el límite de "irás y no volverás". Dentro del horizonte de sucesos, la velocidad de escape es superior a la de la luz, por lo que ningún suceso es observable desde el exterior, de ahí el término "horizonte"; esto se conoce, un tanto jocosamente, como la "ley de censura cósmica": no pueden existir singularidades desnudas. Todas deben estar púdicamente "vestidas" con un horizonte de sucesos. El horizonte de sucesos marca los límites, en nuestro universo, del agujero negro. Su radio (el "radio de Schwarzschild") equivale en kilómetros a 3 veces la masa del agujero, expresada en masas solares.
Una cosa es concebir un objeto teóricamente posible, pero ¿podrían existir en la realidad? Una respuesta es el colapso gravitatorio de una estrella.
Las "enanas blancas" son estrellas muy pequeñas y masivas no más grandes que la Tierra, pero con la masa de un sol. Proceden de la contracción de una estrella moribunda por acción de la gravedad, una vez agotado su combustible nuclear. Estarían formadas, según predice la física de las partículas elementales, por los núcleos de sus átomos flotando en un "mar" de electrones arrancados por la formidable fuerza de la gravedad. En la década de los años 20, el físico Subramayan Chandrasekar calculó que una estrella muy pequeña y muy masiva (más de 1,66 masas solares) podría sufrir una forma más extrema de colapso: electrones y protones se unen, bajo la intensa fuerza de la gravedad formando neutrones, y reduciendo su volumen hasta un radio de unos pocos kilómetros. La existencia de tales cuerpos era puramente teórica, hasta que en los años 60 se consideró a la "estrellas de neutrones" como el origen de unas extrañas emisiones radiales pulsantes, los "púlsars".
El colapso de una estrella varias veces mayor la haría contraerse más allá del radio de Schwarzschild, convirtiéndose en un singularidad y escapando de nuestro universo visible como el Gato de Cheshire, dejando atrás sólo su "sonrisa" gravitatoria (M. Gardner). Esta clase de objetos fue bautizado como "agujeros negros" por el físico John Wheeler, y el nombre rápidamente prendió... sobre todo entre los autores de ciencia ficción.
A lo largo de los años 70-80, ha habido una especie de carrera en la que rivalizaban la ciencia ficción y la ciencia "no ficción" La moda del agujero negro ha abundado en ambas.
Por ejemplo, un agujero negro muy masivo (¡millones de masas solares!) podía explicar una serie de rareza astronómicas: quasars, galaxias de núcleos excepcionalmente brillantes, gigantescos chorros de materia a la velocidad de la luz que emergen de algunas de éstas o de quasars.
Y de lo muy grande a lo muy pequeño: agujeros negros "cuánticos" cuya masa es apenas unos insignificantes millones de toneladas (la de una montaña normal); el radio es poco mayor un núcleo atómico. Estos se habrían formado durante la Gran explosión, debido a las enormes presiones y temperaturas.
Todavía más extraña es la posibilidad de un agujero negro en rotación, lo que sería más probable que estático (como Schwarzschild concibió originalmente), ya que las estrellas giran. Las matemáticas son mucho más complejas, pero el físico Roy Kerr sugirió que en este caso, la singularidad tendría forma de anillo. Mejor aún, habría dos horizontes de sucesos, y un objeto que atravesase entre los dos sin acercarse a la singularidad, podría emerger en el pasado, el futuro, a miles o millones de años luz, o en otro universo...
Pero eso es otra historia. Y no acabo con "he dicho" porque aún tengo más que decir.