CONTENIDO LITERAL

("Creadores de Dios [los]", comentario de José Altamirano. Derechos de autor 1989, José Altamirano)

¿Habrá algo más frustrante para un lector que gustar de un autor, de su estilo, admirar gran parte de su obra y buscar luego su revalidación en otros libros y no encontrarla?
A mi me pasa con Frank Herbert. No importa las oportunidades que se le den, o el entusiasmo con que se principie cada nuevo libro, el imaginador de Dune no aparece salvo en esporádicas ocasiones.
Quizá de no haber leído Dune, de no haber sentido bajo los pies la firmeza de un mundo magistralmente creado, la contundente solidez de una sociedad minuciosamente ideada hasta en sus más mínimos detalles, lo intrincado de una trama sin fisuras; estos libros no me habrían parecido tan chatos, con tan poca encarnadura, tan sin "sensación de maravilla".
En Los creadores de Dios, Herbert desarrolla dos líneas argumentales paralelas. Hay un organismo galáctico que tiene por misión conservar la paz en el universo conquistado por la raza humana. Este organismo utiliza a sus agentes como virtuales espías para detectar cualquier signo de tendencias al belicismo o conspiraciones contra el poder constituido. De encontrar tales indicios, el planeta en cuestión es inmediatamente intervenido o devastado.
Por otra parte, en Amal, mundo considerado como "la cuna de las divinidades", el abad del planeta conjura, con propósitos que no son claramente explicados en el libro, a un dios. Y este dios es Lewis Orne, oriundo del planeta Chargon, agente del mencionado organismo de "pacificación" y poseedor de poderes paranormales en estado latente, cosa que él ignora. Durante el desarrollo de la historia, el autor se ayuda, como es su costumbre, con textos en cursiva al iniciar cada capítulo, como medio de dar a conocer los pensamientos y filosofía que alientan sus personajes.
Herbert debe desarrollar la idea inicial, la de la creación de dios. Pero debe, también, historiar la actuación de Orne dentro del organismo. Y eso es demasiado para 225 páginas en formato pequeño y para escritor tan moroso, tan explicativo. A Herbert no lo queda otro recurso que utilizar soluciones obvias, infantiles, para resolver los conflictos planetarios y acceder lo más rápido posible al meollo de la historia.
¿Vale un ejemplo? Un planeta que disimula su belicismo bajo el disfraz de mundo pastoril y hortelano, delata sus intenciones por la anchura de sus rutas de montaña, craso error de quienes aseguraban no poseer industria automotriz (¿elemental, no?)
Pero el método no impide que tales situaciones se "roben" medio libro y cuando el lector, aguijoneado por las bastardillas que siguen derramando conceptos filoreligiosos al comenzar cada capítulo, ya desespera de encontrar sentido al título de la obra, Orne arriba por fin a Amal, bien que ignorante del destino de dios que allí le espera.
Pero es claro que no se llega a dios sin rendir antes una serie de fatigosas pruebas, mechadas con largas disquisiciones místicas, que ocupan la otra mitad de l libro. El final, muy a lo Herbert, está comprimido en un par de capítulos terminales que dejan las sensación de haber sido escritos casi por compromiso.