CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Torneo sombrío [el]", novela de Carol Sherrell. Derechos de autor 1993, Carol Sherrell)

CAPÍTULO 1

Ragine


La compañía de jinetes avanzaba por el angosto sendero; una niebla de principios de primavera velaba las paredes del desfiladero. Del arroyo que corría parejo al camino se elevaba una bruma que amortiguaba el rítmico sonido de los cascos de los caballos.
A la cabeza del grupo cabalgaba Ragine, alto y soberbio, vestido de seda fina y envuelto en oscura capa. Su rostro, habitualmente cetrino y de rasgos aquilinos, tenía un saludable tono sonrosado. Montaba un noble corcel que corveteaba majestuosamente.
Los hombres que lo escoltaban estaban asombrados de encontrar tan rejuvenecido a Ragine desde que regresara del sur, tras entrevistarse con su amigo de piel morena. Y eso que quienes estaban al servicio del duque tenían a menudo motivos para sorprenderse, pues Ragine era hombre de grandes poderes mágicos. Lo cierto era que la mayoría de sus servidores le obedecían por temor, y no por lealtad, pues de sobra conocían las consecuencias de su poder sobre aquellos que se atrevían a oponerse a sus deseos.
En los últimos años, el ducado de Ragine había ampliado sus límites, no por expreso deseo del rey Ott, sino gracias al empeño y las malas artes del propio Ragine. El anciano rey era muy consciente del temible poder del duque, pero Ragine le había servido lealmente con ocasión de la guerra contra los sajones, y a Ott le parecía que las tierras de las que Ragine se había adueñado se las merecía como recompensa. Pero ahora, al rey le empezaba a preocupar la idea de que llegara el día en que el poder de Ragine se enfrentara al poder real en el campo de batalla.
Junto al mago cabalgaba un personaje de aspecto sumamente peregrino. Los estribos de su pequeño poni iban tan altos que casi tocaban la silla de montar y, sin embargo, tenía que estirar mucho las piernas para alcanzarlos. Se llamaba Cobber y era enano. Al igual que los demás enanos que vivían en el gran castillo de Ragine, era esclavo y procedía de un país nórdico llamado Suecia. Hasta cierto punto, Cobber se había ganado la confianza del duque, porque siempre era capaz de bailar al son que este le tocara. Y es que, afortunadamente, Cobber, como tantos otros enanos, sabía fabricar herramientas y armas; pero, además, era instruido e inteligente, y tenía ingenio suficiente para narrar un buen cuento, para recitar los poemas predilectos de Ragine, y para cantar, bailar y hacer el bufón, siempre que se le antojara al mago. Sin embargo, y aunque Ragine no se percataba de ello, el enanito distaba mucho de ser feliz, pues los demás esclavos desconfiaban de él por ser compañero inseparable de tan cruel amo. Nadie estaba dispuesto a creer que Cobber se hubiera ganado aquel puesto con intención de facilitarles la existencia.
El desfiladero se fue abriendo hasta convertirse en un amplio valle. Era un lugar yermo y sombrío, y sus escasos árboles se negaban a reflejar la llegada de la primavera. Densas capas de niebla impedían que les alcanzaran los tibios rayos del sol y ningún trino de pájaro se oía por aquellos parajes. En el extremo opuesto del valle, agazapado entre las altas peñas como un siniestro animal de presa, se veía el castillo Vlard, la ciudadela del duque Ragine. El sordo sonido de un cuerno anunció que se aproximaba el cortejo de jinetes y las enmohecidas cadenas chirriaron al levantarse las pesadas barras de hierro que cerraban el portalón de la fortaleza.
Muchos guerreros les dieron la bienvenida cuando se detuvieron en el angosto patio, pero ningún paje acudió a sostener la rienda de los caballos mientras desmontaban, de modo que Cobber se apresuró a saltar de su poni para ayudar a Ragine, como tenía por costumbre hacer.
Ragine pasó descuidadamente la mano por la mata de pelo amarillo del enano, al tiempo que le decía:
- Cobber, amigo mío, ve y dile al cocinero que yo y mis hombres queremos carne fresca para cenar y buen vino del que me mandó Ott.
- Mi corazón se regocija al ver tan alegre a mi señor -repuso Cobber sonriendo-. Ese viaje al sur te ha sentado maravillosamente bien.
- ¡No sabes cuán cierto es lo que dices, piojillo dorado! -se rió entre dientes Ragine, mientras subía los grandes peldaños que conducían a la entrada principal-. Pero ya te enterarás esta noche -prosiguió mientras se quitaba los guantes que cubrían sus delgadas manos-. ¿Te gustaría echarme una mano con un experimento de suma importancia?
Cobber se detuvo en seco y tragó saliva.
- ¿Acaso se refiere mi señor a que le ayude a preparar algún hechizo?
- Esta noche nos servirás la cena a mí y a mis compañeros -prosiguió Ragine sin volverse, al tiempo que entraba en la gran sala-. Si te portas bien, hasta puede que te deje probar el vino. Luego, tú y yo iremos a la torre.
Temblando de miedo, el enano salió corriendo en busca del cocinero. En ese momento acudían a su mente con aterradora claridad las historias que le habían contado cuando llegó a Vlard. Tiempo atrás, en aquella corte había jóvenes que prestaban sus oficios como pajes pero, cuando el duque comenzó a interesarse por la hechicería, todos ellos fueron desapareciendo uno por uno. Las malas lenguas decían que Ragine los había utilizado para sus experimentos secretos, y que ninguno había sobrevivido.

Seis de los caballeros predilectos de Ragine estaban sentados con él alrededor de una mesa de grandes dimensiones. El cocinero había preparado un abundante banquete para los recién llegados. Aunque todos ellos eran nobles guerreros de la corte de Ott, en realidad se habían pasado al bando de Ragine. Se percataban de que la riqueza y el poder del duque se acrecentaban a ojos vistas, y deseaban contar con su favor cuando se dispusiera a apoderarse del reino.
El duque se iba poniendo de mejor humor a medida que consumían comida y bebida. Cada vez que Cobber pasaba junto a él con una bandeja de vituallas, le daba una palmadita en plan de broma. Ragine siguió bebiendo copa tras copa del fuerte vino aun cuando ya hacía un buen rato que se había cansado de comer.
Al cabo, uno de los caballeros se puso en pie y, alzando su copa, dijo con voz estentórea:
- ¡Larga vida al duque Ragine!
- ¡Larga vida! -corearon los demás.
Ragine se levantó tambaleándose y sonrió a los hombres que habían compartido su mesa. Luego dijo:
- Si todo sale bien, puede que esta misma noche se cumplan vuestros deseos.
Al oír las palabras del duque, Cobber se detuvo en el umbral de la puerta. Sus regordetas manos empezaron a temblarle con tal intensidad que se pudo oír el tintineo de los platos y cubiertos que llevaba en una bandeja.
- ¿Qué significan esas palabras, señor? -preguntó uno de los caballeros.
Ragine esbozó una sonrisa aviesa y respondió:
- Jamás he permitido que ninguno de vosotros accediera al laboratorio que tengo en la torre, pues pocas son las personas capaces de entender lo que presenciarían allí. Pero esta noche es una ocasión especial, y estoy dispuesto a quebrantar esa norma: mi fiel esclavo Cobber me ayudará a realizar un trabajo que me permitirá obtener eso que acabáis de desearme... una larga vida.
Los hombres se miraron unos a otros muy extrañados y, al fin, uno se puso en pie y preguntó:
- ¿Pretendes detener el paso de los años, señor? ¿Cuánto tiempo puedes mantenerte sin envejecer?
Ragine se echó a reír y luego le contestó:
- No entendéis lo que os digo porque todavía no habéis aprendido a pensar como los dioses. ¡Os estoy hablando de la inmortalidad!
Cobber tuvo que poner todo su empeño para poder sostener con mano firme la tea, mientras subía trabajosamente por la escalera de caracol por delante de Ragine. Cuando se detuvieron ante la pesada puerta, alzó la antorcha para que Ragine pudiera meter la gran llave en la cerradura. La puerta chirrió sobre sus goznes al abrirse y Ragine le quitó la luz de las manos al aterrorizado enano.
Ragine entró en la oscura cámara y encendió varias velas. Luego se volvió y vio que Cobber estaba paralizado en el umbral de la puerta, con los ojos desorbitados de terror. El siniestro amo se acercó al asustado enano, lo metió a la fuerza en la habitación y luego cerró la puerta con dos vueltas de llave.
- Siéntate ahí -le ordenó Ragine señalándole un taburete alto que había junto a la pared-. Te lo explicaré todo mientras voy preparando el trabajo que hay que hacer. Si sigues mis instrucciones al pie de la letra, puede que salgas de esta habitación con vida.
Cobber se apresuró a subirse al taburete. Luego recorrió con una mirada llena de asombro y de temor aquella habitación débilmente iluminada. Era una gran estancia circular, con muchas estanterías adosadas a sus muros de piedra. En los anaqueles se apilaban montones de rollos de amarillento pergamino, y otros objetos que Cobber sólo había visto fugazmente mientras los fabricaban sus compañeros los enanos. Había vasijas de metal de largo cuello, y otras de vidrio, de distintas formas y colores, así como fuelles de mano y tubos de alambique. En el suelo, debajo de los anaqueles, se veían tarros, ollas y cuencos de todo tipo, y jarras cuyo contenido Cobber no permitió que sus ojos escrutaran. Encima de los estantes, colgados de unos ganchos, había algunos animalillos disecados y unos ramilletes de hierbas. Pero lo más acongojante eran los cestos llenos de huesos. A Cobber no le cabía la menor duda de que las calaveras eran de seres humanos. Y en los lienzos de pared que quedaban libres de estanterías, se podían ver gráficos y tablas y algunos tapices con dibujos mágicos y extraños.
Ragine se afanaba junto a la chimenea, intentando encender la lumbre. El vivo resplandor de las llamas no logró precisamente apaciguar los temores de Cobber. El mago se puso en pie, se acercó a la gran mesa que había junto al

[…]