CONTENIDO LITERAL

("Zirn indefenso, el palacio Jenghik en llamas, Jon Westerley muerto", cuento de Robert Sheckley. Derechos de autor 1972, Robert Sheckley)

El boletín llegó envuelto en un hálito de temor.
- Alguien baila sobre nuestros sepulcros -dijo Charleroi. Alzó la mirada hasta abarcar con ella toda la Tierra-. Será un bonito mausoleo.
Tus palabras resultan extrañas -dijo ella-; y, sin embargo, esa forma de ser tuya es lo que me resulta agradable... Acércate más, extranjero, y explícate.

Si un paso atrás y saqué mi espada de su funda. Junto a mí oí un siseo metálico; Ocpetis Marn había sacado también su espada y estaba de pie conmigo, espalda contra espalda, mientras las hordas de Megenth se iban aproximando.
- Venderemos caras nuestras vidas, Jon Westerley -dijo Ocpetis Marn, con el chirrido gutural peculiar de los seres de Mnerian.
- Desde luego -repliqué-. Y habrá más de una viuda que bailará el Passagekeen antes de que finalice este día.
Ocpetis asintió con un movimiento de cabeza:
- Y algunos padres desconsolados sacrificarán en soledad al Dios de los Deterioros.
Sonreímos ante nuestras mutuas expresiones de firmeza. Si bien no había de qué reírse. Los machos de Megenth avanzaban lentamente, de modo implacable, cruzando el musgoso césped verde y púrpura. Habían desenvainado sus raftii, aquellos puñales largos y curvados, de doble punta, que provocaran un estremecimiento de terror en lo más íntimo y recóndito de la Galaxia Civilizada. Esperábamos...
La primera hoja se cruzó con la mía. Paré el golpe, contraataqué, alcanzando a mi enorme oponente en plena garganta. Retrocedió tambaleante, mientras me aprestaba a enfrentarme a mi nuevo antagonista.
Dos de ellos cayeron sobre mí simultáneamente. Podía oír el agudo resollar de Ocpetis mientras, con su espada, cortaba y rajaba. La situación era del todo desesperada.
Pensé en la combinación de circunstancias sin precedentes que me había llevado a aquel momento. Rememoré las Ciudades de las Tierras Plurales, cuya mera existencia dependía del fin fatídico que tendría nuestra actual situación. Evoqué los otoños de Carcassone, las brumosas mañanas de Saskatoon, la lluvia color de acero cayendo sobre las Montañas Negras... ¿Iba a extinguirse todo aquello? No, seguramente no. Aunque, ¿por qué no?

Le dijimos al computador:
- Aquí están los factores, éste es nuestro enunciado. Resuelve, por favor, nuestro problema y salva nuestras vidas, todas las vidas de la Tierra.
El computador computó. Y dijo:
- El problema no tiene solución.
- Entonces, ¿cómo vamos a salvar a la Tierra de la destrucción?
- No podéis -resolvió el computador.
Nos retiramos entristecidos. Pero, luego, Jenkins exclamó:
- ¡Qué demonios! Esto sólo es la opinión de un computador.
Esto nos animó, y erguimos las cabezas. Decidimos proseguir con nuestras consultas.
El gitano volvió el naipe. Apareció el Juicio Final. Salimos entristecidos. Entonces Myers dijo:
- ¡Qué demonios! Esto sólo es la opinión de un gitano.
Eso nos animó, y erguimos las cabezas. Decidimos proseguir con nuestras consultas.

Tú mismo lo dijiste:
- "Un luminoso florecer de sangre en su frente." Fijaste en mí una extraña mirada. ¿Debo amarte?

Empezó todo tan repentinamente... De pronto, las reptantes fuerzas de Megenth, que durante largo tiempo habían permanecido tranquilas, empezaron a expandirse, debido al suero que les había aplicado Charles Engstrom, el telépata enloquecido por el poder. Se llamó a Jon Westerley para que regresara apresuradamente de la misión secreta que le había llevado a Angos II. Westerley tuvo la suprema desgracia de materializarse en el interior de un anillo de Fuerza Negra, a causa de una traición involuntaria llevada a cabo por Ocpetis Marn, su leal compañero mneriano, que, sin que Westerley lo supiera, había sido capturado en el Salón de los Espejos Flotantes y tenía dominada la mente por el renegado Santhis, dirigente del Gremio de la Entropía. Esto supuso el fin para Westerley y señaló el principio del fin para nosotros.

El anciano estaba anonadado. Le arranqué de la silla de control que se consumía en un fuego sin llama y percibí el característico olor agridulce salado de la mangnee, ese narcótico insidioso que sólo se cultiva en las cavernas de Ingidor, cuya influencia había trastornado a los centinelas que teníamos apostados a lo largo del Cinturón de la Pared de la Estrella. Le sacudí con fuerza.
- ¡Preston! -grité-. Por el amor de la Tierra, por Magda, por todo lo que más quieras, dime qué ha sucedido.
Sus ojos giraron en las cuencas. Su boca se contrajo convulsivamente. Con un enorme esfuerzo murmuró:
- ¡Zirn! ¡Zirn está perdido, perdido, perdido!
La cabeza cayó hacia atrás. La muerte se encargó de recomponer sus facciones.
¡Zirn perdido! Mi cerebro trabajaba a toda presión. Ello significaba que el paso de la Alta Estrella estaba abierto, que los acumuladores negativos habían dejado de funcionar y que las tropas se verían desbordadas. Zirn era una herida a través de la cual escaparía nuestra sangre vital. Pero, seguramente, habría una salida. ¿La había?

El presidente Edgars miraba fijamente el teléfono cerúleo. Se le había advertido que no lo usara nunca, excepto en caso de la más extrema emergencia, y ni siquiera entonces. Pero, ¿justificaría su empleo la situación en que se hallaban.. ? Lo descolgó.
- Recepción del Paraíso, habla la señorita Ofelia.
- Aquí el presidente Edgars, de la Tierra. Tengo que hablar inmediatamente con Dios.
- Dios no está en su oficina en este momento, y no podemos localizarle. ¿Puedo hacer algo por usted?
- Bien, verá... -dijo Edgars-, se me ha planteado una emergencia verdaderamente fea... Quiero decir que parece como si fuera el fin de todo.
- ¿Todo? -preguntó la señorita Ofelia.
- Bien, no literalmente todo. Pero sí significa nuestra destrucción. La de la Tierra y todo eso. Si pudiera someter esto a la atención de Dios...
- Puesto que Dios es omnisciente, tengo la seguridad de que está perfectamente enterado de ello.
- Yo también estoy seguro de que es así. Pero pienso que si pudiera hablar con Él personalmente...
- Mucho me temo que eso no es posible por el momento, pero puede dejar recado. Dios es muy bueno y muy recto, y estoy segura de que tomará en consideración su problema y hará lo que sea correcto y bueno. Es maravilloso, ¿sabe? Yo le amo.
- También yo le amo —convino Edgars, tristemente.
- ¿Hay algo más?
- No. ¡Sí! ¿Puedo hablar con el señor Joseph J. Edgars, por favor?
- ¿Quién es?
- Mi padre. Murió hace diez años.
- Lo siento, señor, eso no está permitido.
- ¿Puede usted, por lo menos, decirme si se encuentra ahí arriba?
- Lo lamento, pero no nos está permitido facilitar este tipo de información.
- Bien, ¿puede usted decirme, por lo menos, si hay alguien ahí arriba? Quiero decir, ¿hay algo realmente más allá de la vida? ¿O tal vez sólo están Dios y usted en lo alto? ¿O quizá sólo usted?
- Para informaciones que conciernan al más allá de la vida -repuso la señorita Ofelia-, haga usted el favor de ponerse en contacto con su más próximo sacerdote, ministro, rabino, mullah o cualquier otra persona que figure en la lista de representantes de Dios acreditados. Gracias por su llamada.
Se oyó un suave campanilleo y la línea quedó cortada.
- ¿Qué dice el Jefe Gordo? -preguntó el general Muller.
- Todo lo que conseguí fue mantener un diálogo con su secretaria.
- Personalmente, no creo en supersticiones como esa de Dios -dijo el general Muller-. Aun en el caso de que fuera cierto, encuentro más saludable no creer en ello. ¿Continuamos?
Continuaron.

Testimonio del robot que pudo haber sido el Dr. Zach:
- Mi verdadera identidad es un misterio para mí, y uno de los que, dadas las circunstancias, no espero que puedan ser resueltos. Pero yo me hallaba en el Palacio Jenghik. Vi a los guerreros de Megenth lanzarse sobre las balaustradas carmesí, derribar los candelabros, romper, matar, destruir. El gobernador murió con una espada en la mano. La Guardia Terrena montó su última línea con el Doloroso Sostén y sucumbió hasta el último hombre después de dar y recibir terribles golpes. Las mujeres de la corte se defendieron con dagas tan pequeñas que parecían simbólicas. Tenían garantizada una muerte rápida. Vi cómo un voraz incendio consumía el bronce de las águilas de la Tierra. Los pueblos sometidos habían huido mucho antes. Contemplé cómo el Palacio Jenghik, esa gran mole, hito indicador del más lejano limite de la soberanía de la Tierra, se venía abajo silenciosamente, envuelto en el mismo polvo del que había surgido. Y entonces supe que todo estaba perdido y que el destino de Tierra -planeta del que me considero un leal hijo pese al hecho de que (presumiblemente) yo fui construido más que creado, producido más que engendrado-, el destino de la divina Terra, digo, era ser totalmente aniquilada, hasta que no quedara ni el espectro de un recuerdo.

- Tú mismo lo dijiste, "una estrella estalló en su ojo". Aquel último día debí amarte. Esta noche los rumores son densos y el cielo está rojo. Me gusta cuando vuelves la cabeza de este modo. Tal vez sea cierto que estamos atrapados entre las mandíbulas aceradas de la vida y la muerte. Aun así, prefiero medir el tiempo con mi propio reloj. Y por ello vuelo, a pesar de la evidencia. Vuelo contigo.
- Esto es el fin, te amo, esto es el fin.