CONTENIDO LITERAL

("Fragmento de "Pandora", novela de Anne Rice. Derechos de autor 1998, Anne Rice)

No han pasado veinte minutos desde que me dejaste aquí, en el café, desde que respondí “no” a tu petición; jamás escribiría para ti la historia de mi vida mortal, jamás te contaría cómo me había convertido en un vampiro, cómo había conocido a Marius pocos años después de que él hubiera perdido su vida mortal.
Ahora estoy aquí con tu libreta abierta ante mí, utilizando una de las plumas afiladas y eternamente cargadas de tinta que me dejaste, deleitándome con la sensual sensación que me produce contemplar cómo la tinta negra se fija sobre el costoso papel inmaculadamente blanco.
Nada más natural, David, que me dejaras algo elegante, una hoja que invita a ser escrita. Esta libreta encuadernada en cuero negro y acharolado, adornada con suntuosas rosas, sin espinas pero provista de hojas, un diseño que en última instancia significa sólo diseño pero que demuestra una autoridad. Lo que esté escrito debajo de esta recia y bella encuadernación contará, afirma esta cubierta.
Las gruesas hojas tienen unas rayas azul pálido; eres muy práctico, muy meticuloso, y probablemente sabes que ya casi nunca tomo la pluma para escribir.
Hasta el sonido de la pluma posee su encanto, ese sonido rasposo como el de las mejores plumas de ave en la antigua Roma que utilizaba para escribir en un pergamino una carta a mi padre, cuando anotaba en un diario mis lamentaciones... Ah, ese sonido. Lo único que falta aquí es el olor de la tinta, pero tenemos una estupenda pluma de plástico que no se secará hasta dentro de varios volúmenes, con la que trazaré una marca negra tan hermosa y profunda como quiera.
Estoy pensando en tu petición de que escriba mi historia. Creo que acabarás por conseguirlo. Presiento que comienzo a ceder a tus deseos, casi como cuando una de nuestras víctimas humanas se doblega ante nosotros, comprobando, mientras fuera sigue lloviendo, mientras persiste la ruidosa cháchara en el café, que quizás esto no resulte tan traumático como había supuesto -el hecho de remontarme dos mil años-, sino casi un placer, como el beber sangre.
En estos momentos persigo una víctima que no me resultará fácil de vencer: mi pasado. Es posible que esta víctima huya de mí a una velocidad equiparable a la mía. Sea como fuere, busco una víctima a la que jamás me he enfrentado. Existe en ello la emoción de la caza, lo que el mundo moderno llama investigación.
¿Cómo se explica si no el que contemple estos tiempos con tanta nitidez? Tú no me has administrado una poción mágica para estimular mis pensamientos. Para nosotros sólo existe una poción: la sangre.
“Lo recordarás todo”, dijiste en cierto momento cuando nos dirigíamos hacia el café.
Tú, que eres tan joven entre nosotros pero que eras tan viejo como mortal, y tan erudito. Quizá sea natural que te hayas empeñado en recopilar nuestras historias.
Pero ¿por qué tratar de explicar aquí esta curiosidad que te devora, este valor frente a la verdad manchada de sangre?
¿Cómo has logrado convencerme de que acceda a remontarme dos mil años exactamente, para referir mis días mortales en la tierra, en Roma, y cómo me uní a Marius, y las escasas probabilidades que tenía de vencer contra la Suerte?
¿Cómo es posible que unos orígenes que han permanecido enterrados durante tanto tiempo, y que siempre me he negado a reconocer, afloren de golpe en mi mente? Se abre una puerta. Brilla una luz. Pasa.
Me reclino en la silla del café.
Me pongo a escribir, pero me detengo y echo un vistazo a mi alrededor para observar a las personas de este café de París. Veo los monótonos tejidos unisex de esta época, la lozana joven americana con sus prendas militares verde oliva, con todas sus pertenencias en una mochila que lleva colgada al hombro; veo al viejo francés que acude aquí desde hace décadas con el simple afán de contemplar las piernas y los brazos desnudos de las jóvenes, para alimentarse de sus gestos como si fuera un vampiro, para esperar el exótico y mágico momento en que una mujer se reclina en la silla y rompe a reír, cigarrillo en mano, y el tejido de su blusa de fibra sintética se tensa sobre sus pechos y se le marcan los pezones.
Ah, los viejos. Es un hombre de pelo canoso y lleva un abrigo caro. No representa una amenaza para nadie. Vive sumido por completo en su mundo. Esta noche regresará a su modesto pero elegante apartamento, que mantiene desde la última gran guerra mundial, y se entretendrá mirando viejas películas de la joven belleza Brigitte Bardot. Vive en sus ojos. No ha tocado a una mujer desde hace diez años.
No desvarío, David. Arrojaré el ancla aquí. No estoy dispuesta a que mi historia surja a borbotones como de un oráculo ebrio.
Veo a estos mortales bajo una luz más atenta. Estos mortales me parecen tan frescos, tan exóticos y apetitosos... Tienen el aspecto que debían de tener las aves tropicales cuando yo era niña; tan pletóricas de vida aleteante y rebelde que deseaba agarrarlas, sentir sus alas agitarse en mis manos, capturar su vuelo y poseerlo y compartirlo. Ah, ese terrible momento que se produce en la infancia cuando estrujas a un pájaro rojo o y lo matas accidentalmente.
Pero algunos de estos mortales tienen un aspecto siniestro vestidos con esas ropas oscuras: el inevitable traficante de cocaína -están por doquier, son nuestra mejor presa-, que espera a su contacto en la mesa del rincón, con el largo abrigo de cuero diseñado por un renombrado modisto italiano, con el pelo rapado en las sienes y tupido en la parte superior de la cabeza para ostentar el aire típico de esos individuos, cosa que consigue, aunque no es necesario, pues basta con mirar sus enormes pupilas negras y la dureza de lo que la naturaleza pretendía que fuera una boca generosa. El hombre hace unos gestos bruscos, de impaciencia, con el encendedor sobre el velador de mármol, la señal del adicto; se vuelve a un lado y a otro, no cesa de moverse, se siente incómodo. No sabe que jamás volverá a sentirse cómodo en su vida. Desea marcharse para esnifar la cocaína que ansía ardientemente pero tiene que esperar a su contacto. Sus zapatos están demasiado lustrosos, y sus manos largas y delgadas nunca envejecerán.
Creo que ese hombre morirá esta noche. Siento que se apodera lentamente de mí el deseo de matarlo. Ha suministrado mucho veneno a mucha gente. Lo perseguiría, lo estrecharía entre mis brazos, ni siquiera tendría que envolverlo con visiones. Le dejaría ver que la muerte ha aparecido en forma de una mujer demasiado pálida para ser humana, demasiado alisada por los siglos para ser otra cosa que una estatua que ha cobrado vida. Pero aquellos a quienes espera se proponen matarlo. ¿Por qué iba a intervenir yo?
¿Cómo me ven estas personas? Como una mujer con el pelo castaño, largo, limpio y ondulado que me cubre como el manto de una monja, un rostro tan blanco que parece obra del maquillaje, y unos ojos insólitamente brillantes, incluso semiocultos tras unas gafas doradas.
Ah, es muy de agradecer que en nuestros días existan tantos modelos de gafas, pues si yo me quitara las mías tendría que mantener la cabeza agachada para no asustar a la gente con el mero juego de destellos amarillos, pardos y dorados que emiten mis ojos, que con los siglos han adquirido el aspecto de unas gemas, de forma que parezco una mujer ciega con unos topacios por pupilas, o mejor dicho, unos exquisitos globos oculares formados por topacios, zafiros e incluso aguamarinas.
Mira, he llenado muchas hojas, y lo único que digo es sí, te contaré cómo empezó mi historia.
Sí, te contaré la historia de mi vida mortal en la antigua Roma, cómo llegué a amar a Marius y cómo llegamos a unirnos y a separarnos.
Qué transformación se ha operado en mí, al haber tomado esta decisión.
Qué poderosa me siento mientras sostengo esta pluma, y qué ansiosa de situarnos en una perspectiva nítida y precisa antes de empezar a satisfacer tu deseo.
Esto es París, en tiempos de paz. Está lloviendo. Unos edificios altos y majestuosos con ventanas de doble hoja y balcones de hierro forjado bordean este bulevar. Unos ruidosos automóviles, diminutos y peligrosos, circulan a gran velocidad por las calles. Los cafés como éste se hallan atestados de turistas de todos los países. Antiguas iglesias se agolpan junto a edificios de apartamentos, palacios convertidos en museos en cuyas salas paso horas contemplando objetos procedentes de Egipto o Sumer, más viejos incluso que yo. Por todas partes prolifera la arquitectura romana, réplicas idénticas de templos de mi época que hacen las veces de bancos. Las palabras de mi latín nativo invaden la lengua inglesa. Ovidio, mi amado Ovidio, el poeta que predijo que su poesía perduraría más allá del Imperio Romano, tenía razón.
Si entras en cualquier librería lo encontrarás en pequeños libros de bolsillo, diseñados para llamar la atención de los estudiantes.
La influencia romana se fecunda a sí misma, mostrando imponentes robles entre el bosque moderno de ordenadores, discos digitales, microvirus y satélites espaciales.

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