CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Rechicero", novela de Terry Pratchett. Derechos de autor 1988, Terry Pratchett)

Hubo un hombre que tuvo ocho hijos. Aparte de eso, el pobre no fue más que una coma en una página de la historia. Es triste, aunque de algunas personas no se puede decir mucho más.
Pero el octavo hijo creció, se casó y tuvo ocho hijos; y como sólo hay una profesión adecuada para el octavo hijo de un octavo hijo, estudió para mago. Y se fue haciendo sabio, y poderoso, o mejor dicho bastante poderoso, y llevaba un sombrero puntiagudo, y ahí habría debido acabar la historia...
Habría debido acabar...
Pero, contra las costumbres de la Magia, y desde luego contra toda razón -excepto contra las razones del corazón, que como todo el mundo sabe son cálidas, intrincadas y, bueno, irracionales-, huyó de los salones de la hechicería, se enamoró y se casó, no necesariamente en ese orden.
Y tuvo siete hijos, cada uno al menos tan poderoso como cualquier mago, ya desde la cuna.
Y entonces tuvo un octavo hijo...
Un hechicero al cuadrado. Una fuente de magia.
Un rechicero.

El trueno de la tormenta veraniega retumbó sobre los acantilados arenosos. Mucho más abajo, el mar batía estruendosamente, sorbía la playa con tanto ruido como un anciano con un solo diente y una pajita. Unas cuantas gaviotas planeaban perezosas en las corrientes de viento, aguardando a que sucediera algo.
Y el padre de magos estaba sentado en el césped, al borde del acantilado, acunando al niño entre sus brazos. Contemplaba el mar.
Había un torbellino de nubes negras que se desplazaba hacia el interior, y la luz que empujaba ante él tenía ese tono color miel que indica la proximidad de una tormenta de las serias.
Se volvió hacia un repentino silencio que se hizo a sus espaldas, y sus ojos enrojecidos por las lágrimas contemplaron a la alta figura encapuchada, con su túnica negra.
¿SUPERUDITO EL ROJO? -dijo ésta.
La voz era hueca como una caverna y tan densa como una estrella de neutrones.
Superudito sonrió con la terrible sonrisa del que acaba de volverse loco, y alzó al bebé para que la Muerte lo inspeccionara.
- Es mi hijo -indicó-. Lo llamaré Coin.
UN NOMBRE TAN BUENO COMO CUALQUIER OTRO -respondió educadamente la Muerte.
Sus órbitas oculares vacías miraron la carita redonda, inmersa en el sueño. Pese a lo que se dice por ahí, la Muerte no es cruel... sencillamente, su trabajo se le da muy bien.
- Te llevaste a su madre -dijo Superudito.
Era una simple afirmación, sin rencor aparente. En el valle, tras los acantilados, la casa de Superudito era un montón de ruinas humeantes; el viento, cada vez más fuerte, empezaba a dispersar las cenizas por las dunas siseantes.
AL FINAL FUE UN ATAQUE AL CORAZÓN -replicó la Muerte-. HAY PEORES MANERAS DE MORIR. TE LO DIGO YO.
- No tienes el menor tacto, sombra horrenda.
ESO ME SUELEN DECIR.
- ¿Y ahora vienes a por el niño?
NO. EL NIÑO TIENE POR DELANTE SU PROPIO DESTINO. VENGO A POR TI.
- Ah.
El mago se levantó, puso cuidadosamente al bebé dormido sobre la hierba, y recogió un largo cayado que yacía a su lado. Era de metal negro, con una filigrana de oro y plata que le daba un aspecto pretencioso y de mal gusto. El metal era octihierro, intrínsecamente mágico.
- Lo hice yo, ¿sabes? -afirmó-. Todos me decían que no se puede hacer un cayado de metal, que deben ser sólo de madera, pero se equivocaron. En este cayado hay buena parte de mí mismo. Se lo entregaré a él.
Pasó las manos cariñosamente por la superficie del cayado, que emitió una tenue nota musical.
- En este cayado hay buena parte de mí mismo -repitió, casi para sus adentros.
ES UN BUEN CAYADO -asintió la Muerte.
Superudito lo alzó en el aire y contempló a su octavo hijo. El bebé eructó.
- Ella quería una niña -dijo.
La Muerte se encogió de hombros. Superudito le dirigió una mirada mezcla de asombro y rabia.
- ¿Qué es, exactamente?
EL OCTAVO HIJO DE UN OCTAVO HIJO DE UN OCTAVO HIJO -respondió la Muerte, no muy cooperativa.
El viento le azotó la túnica e hizo que las nubes negras llegaran hasta ellos.
- ¿Y adónde le llevará eso?
A SER UN RECHICERO, COMO BIEN SABES.
Retumbó el trueno, obediente.
- ¿Cuál será su destino? -gritó Superudito para hacerse oír por encima de la creciente tempestad.
La Muerte volvió a encogerse de hombros. Se le daba muy bien ese gesto.
LOS RECHICEROS TRAZAN SU PROPIO DESTINO. APENAS TOCAN LA TIERRA CON LOS PIES.
Superudito se apoyó en el cayado, lo acarició, aparentemente inmerso en sus propios pensamientos. Tenía un tic en la ceja izquierda.
- No -dijo con suavidad-. No. Yo trazaré su destino.
NO TE LO ACONSEJO.
- ¡Silencio! Y escúchame cuando te digo esto, ¡me echaron con todo eso de sus libros, sus rituales, su Erudición! ¡Decían ser magos, y yo tengo más magia en el dedo meñique que ellos en todo su cuerpo seboso! ¡Y me echaron! ¡A mí! ¡Por demostrar que era humano! ¿Qué serían los seres humanos sin amor?
BICHOS RAROS -dijo la Muerte-. PERO, DE TODOS MODOS...
- ¡Escucha! Nos relegaron a este lugar, al fin del mundo, ¡y eso la mató! ¡Intentaron quitarme mi cayado! -Superudito gritaba por encima del ruido del viento-. Bueno, pues aún me queda algo de poder -ladró-. Y yo digo que mi hijo irá a la Universidad Invisible, y llevará el sombrero de Archicanciller, ¡y todos los magos del mundo se inclinarán ante él! Y les mostrará lo que yace en lo más profundo de sus corazones. De sus corazones retorcidos y avariciosos. Mostrará al mundo cuál es su destino, ¡y no habrá magia más grande que la suya!
NO.
Y lo extraño de la palabra, que la Muerte pronunció casi en voz queda, fue esto: resonó por encima del fragor de la tormenta. Por un momento, devolvió la cordura a Superudito.
Superudito vaciló.
- ¿Qué? -preguntó para ganar tiempo.
HE DICHO QUE NO. NO HAY NADA DEFINITIVO. NO HAY NADA ABSOLUTO, EXCEPTO YO, CLARO. ESAS TONTERÍAS DE JUGAR CON EL DESTINO PUEDEN ACABAR CON EL MUNDO. SIEMPRE TIENE QUE HABER OTRA POSIBILIDAD, AUNQUE SEA PEQUEÑA. LOS LEGULEYOS DEL SINO EXIGEN UN AGUJERITO EN CADA PROFECÍA.
Superudito miró el rostro implacable de la Muerte.
- ¿Tengo que darles una oportunidad?
SÍ.
Superudito tamborileó los dedos sobre el cayado metálico.
- En ese caso, tendrán su oportunidad -asintió-. Cuando el infierno se congele.
NO. NO SE ME PERMITE ORIENTARTE, NI SIQUIERA DARTE UNA PISTA, SOBRE LAS TEMPERATURAS VIGENTES EN EL OTRO MUNDO.
- En ese caso -titubeó Superudito-. Tendrán su oportunidad cuando mi hijo tire su cayado.
NINGÚN MAGO TIRARÍA SU CAYADO -señaló la Muerte-. EL LAZO QUE LOS UNE ES DEMASIADO FUERTE.
- Pero debes reconocer que es posible.
La Muerte pareció valorar la posibilidad. No estaba acostumbrada a oír la palabra "debes", pero al final asintió.
DE ACUERDO -accedió.
- ¿Te parece suficiente con esa pequeña posibilidad?
A NIVEL MOLECULAR, SÍ.
Superudito se relajó un poco.
- La verdad, no me arrepiento -dijo con voz casi normal-. Volvería a hacerlo. Los niños son nuestra esperanza para el futuro.
NO HAY ESPERANZA PARA EL FUTURO -dijo la Muerte.
- ¿Y qué hay en el futuro?
YO.
- ¡Aparte de ti!
La Muerte le miró, asombrada.
¿CÓMO DICES?
La tormenta alcanzó su aullante clímax sobre ellos. Una gaviota pasó volando.
- Quiero decir -insistió Superudito, con amargura-, ¿qué hay en el mundo que merezca la pena vivir en el intervalo?
La Muerte meditó sobre el asunto.
GATOS -dijo al final-. LOS GATOS SON MUY BONITOS.
- ¡Maldita seas!
NO ERES EL PRIMERO QUE EXPRESA TAL DESEO -asintió la Muerte, sin rencor.
- ¿Cuánto tiempo me queda?
La Muerte se sacó un gran reloj de arena de entre los secretos escondrijos de su túnica. Las dos partes del reloj estaban unidas por barras negras y doradas, y casi toda la arena se encontraba ya en la de abajo.
OH, UNOS NUEVE SEGUNDOS.
Superudito se irguió en toda su aún impresionante estatura, y extendió hacia el niño el brillante cayado metálico. Una mano semejante a un cangrenjito rosado salió de entre los pliegues de la manta y lo cogió.
- Entonces, deja que sea el primer y último mago en la historia del mundo en traspasar el cayado a su octavo hijo -dijo con voz lenta y sonora-. Y le ordeno que lo use para...
YO EN TU LUGAR ME DARÍA PRISA...
- ... para todo -se apresuró Superudito-, convirtiéndose en el más poderoso...
Un rayo centelleó en el corazón de la nube, acertó a Superudito en el sombrero puntiagudo, chisporroteó por su brazo, recorrió el cayado y alcanzó al niño.
El mago desapareció en un jirón de humo. El cayado despidió un brillo verde, luego blanco, al final un simple rojo vivo. El bebé sonrió en sueños.
Cuando murió el retumbar del trueno, la Muerte se agachó lentamente y recogió al niño, que abrió los ojos.

[...]