CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Fénix verde [el]", novela de Thomas Burnett Swann. Derechos de autor 1972, Thomas Burnett Swann)

CAPÍTULO I

ENEAS debe morir.”
Las palabras significaban tanto una orden como un pacto. Eneas, el carnicero troyano, traidor de mujeres, invasor del Bosque Maravilloso, debía morir, y ella, Melonia, la dríada de diecisiete años de edad que lloraba cuando aplastaba una abeja o rompía una tela de araña, estaba obligada mediante juramento de una manera tan sólida como su reina, Volumna. A menos que las historias que se contaban de Eneas fueran mentiras -y su veracidad se veía atestiguada por guerreros, marineros, y amazonas-, se vería obligada a obedecer el juramento y, si le correspondía por azar, a matar al asesino para garantizar la seguridad de su pueblo y la santidad del bosque.
Ahora era de noche. Aquella misma tarde, cuando el sol se había colocado sobre las copas de los árboles como si fuera una ave Fénix que estuviera haciendo un nido, Eneas le había parecido nada más que un nombre susurrado para asustar a un niño travieso.

Su panal había sido destrozado por un oso hambriento. El oso no había llegado a disfrutar de la fiesta; las abejas lo habían obligado a correr a través de los matorrales de bayas y a sumergirse en las suaves aguas del Tíber. Como el panal seguía en ruinas y sus abejas se habían quedado sin hogar y sin miel, había dispuesto un nuevo albergue para ellas en un lugar que se pudiera ver desde el árbol en que ella había vivido durante un año desde que su madre murió al ser golpeada por el rayo. Llevaba una vida solitaria, a veces con una sensación de estar muy sola aunque se encontrara acompañada por sus abejas y sus animales. Ahora se encontraba mostrando el albergue a la reina. Las abejas podían entender los gestos de Melonia pero apenas captaban el significado de sus palabras; ella, a su vez, podía comprender sus patrones de vuelo pero muy poco de lo que querían dar a entender con sus zumbidos. Era una comunicación muy limitada pero siempre resultaba mejor que no tener ninguna, y la reina, mediante sus rápidos zigzags, le expresaba su gratitud. La favorita de Melonia, un zángano al que denominaba Bonus Eventus o Buena Suerte, se había acostumbrado a posarse en su hombro.
Su amigo Saltarín el centauro salió trotando de entre los árboles y comenzó a correr en torno a Melonia y al panal. Al correr de una manera que denotaba una cierta presunción y un deseo de provocar admiración, golpeaba la tierra con sus cascos y sacudía la crin como si fuera trigo lanzado al aire. Al principio decidió ignorarlo; no le gustaban sus miradas que últimamente se habían hecho más frecuentes e insistentes, como si vinieran motivadas porque hubiera perdido las puntas de las orejas o su pelo verde se le hubiera escapado de la cinta con que lo llevaba atado. Pertenecía a la tribu de las dríadas de los robles que pretendían no tener necesidad de los hombres, de los que, por otro lado, gustaban muy poco. Eran las dríadas que concebían sin fertilización de los machos. Mientras sus amigas se quedaban en otra parte del bosque, una dríada que estuviera en edad de tener hijos se ocultaba en el Roble Sagrado de Rumino; bebía del sagrado brebaje destilado de las corolas de amapolas, se dormía y tenía sueños que en ocasiones eran turbadores, y cuando se despertaba, si había sido afortunada, encontraba que en su seno se estaba formando una vida.
A Melonia le gustaba Saltarín; era joven y no tenía padres y, aunque a los diecisiete años era una cría porque la edad corriente de una dríada es la misma que la de un roble -más o menos unos quinientos años-, le encantaba comportarse con él como si fuera su madre. En realidad las otras dríadas a menudo se burlaban de que no sintiera la necesidad de entrar en el Roble Sagrado; ya era madre de la mitad de las abejas del bosque, de los niños de los faunos, de los lobatos -la verdad es que la lista habría llenado una tablilla de barro de tamaño grande-. De manera que, a pesar de sus desconcertantes miradas, apartó la vista de los giros graciosos y agradecidos de la reina y sonrió a Saltarín.
“Mira que tomarse tantas preocupaciones por un panal de abejas”, gruñó aquél. La voz del centauro le resultó profunda, melodiosa, cultivada y agradable a sus oídos. Los famosos viajes de su raza los habían convertido en seres elocuentes aunque un poco vanidosos.
“Me gusta su miel.”
“Si produjeran veneno te seguirían gustando. Te gusta todo.”
“No”, se apresuró a corregirlo. “Sólo las cosas que son agradables. Las cosas que crecen. Hay cosas que odio.” Era verdad; en el brazo llevaba todavía las marcas de los dientes de un león que había matado a una dríada niña cuando Melonia tenía trece años. Había perseguido al asesino hasta su guarida, lo había cogido por sorpresa -porque las dríadas despiden un olor similar al de los robles y caminan de una forma tan silenciosa como los ciervos- y lo había matado a garrotazos sin sentir ningún tipo de pena. Saltarín, que sin duda se acordaba de aquel incidente, dio unos pasos atrás casi tropezando con sus propios cascos.
“Tienes razón”, admitió. “Pero no me mires de esa manera. Yo no soy un león.”
“He encontrado un nuevo hogar para ellas”, dijo refiriéndose a las abejas. “Ese repugnante oso...”
“Se te ha metido una abeja entre los pechos.”
“Es una obrera. Les gusta trabajar.”
“La envidio.”
“¿Qué trabajo haces tú aparte de mover las crines?”
“Quería decir que le envidio el sitio en que se encuentra.” A los centauros les encantaban los pechos; en realidad, preferían a las mujeres o a las dríadas en lugar de a sus propias hembras por esa particularidad; pero a Melonia se le había enseñado que un pecho no servía para otra función que para dar de mamar y el interés de Saltarín la dejó confusa.
“Hablando de trabajar, te he traído un mensaje”, continuó.
“¿De qué se trata?”
Saltarín era joven e iba arreglado exquisitamente, puesto que los centauros del campo pagaban a los faunos con verduras de sus huertos para que se ocuparan de realizar las tareas duras -barrer la casa, edificar cabañas de madera y reparar los muros llenos de cardos que rodeaban su ciudad-, de esta manera tenían tiempo para hacer ejercicio y arreglarse. Además se jactaban de la gracia y el nivel que tenían sus conversaciones. Los flancos y los múltiples apéndices de Saltarín -cuatro patas y dos brazos- eran ligeros y robustos; los llevaba siempre inmaculados porque se bañaba en el Tíber. Su rostro, si a uno le gustaban los rostros masculinos, era agradablemente simétrico, con unos ojos dorados que brillaban luminosamente en la piel rosada y sin barba, y una crin que parecía un pequeño jardín dorado que descendía con profusión desde la cabeza a la parte trasera de su cuello.
Sonrió con indulgencia. “Saltarín, en algunas cosas sigues siendo un crío.” Los únicos besos que conocía eran los que había intercambiado castamente con las otras dríadas. Lo besó levemente en la mejilla de la misma manera afectuosa con que había besado a menudo a su madre.
“Ahora me toca a mí.”
“El que yo te besara no significa que tú tengas que devolverme el beso.”
“Ya sabes que no duele.”
Presentó fríamente su mejilla. Qué estupidez. Olió el aroma de mejorana que tenía su aliento y no le resultó desagradable cuando sus labios se acercaron a los de ella, pero de repente él se apartó de su mejilla y la besó en la boca. Sintió que ardía -y no sólo su boca, sino todo su ser- con un fuego curioso que no resultaba del todo desagradable. Por la leche de Rumina, estaba intentando ahogarla. Y sus brazos la estaban rodeando como los cuellos de la Hidra.
Se liberó de él. Los centauros, aunque corrían con elegancia a campo abierto, eran ridículamente pesados en las distancias cortas.
“Si no me das el mensaje, haré que te piquen cincuenta abejas”, dijo mientras alzaba una mano como si fuera a lanzar el panal en contra suya.
“Muy bien”, respondió él intentando aparentar tranquilidad, aunque se le notaba una cierta ansiedad en la forma como miraba a las abejas. “¿Querrías peinarme la crin primero? El viento me la ha alborotado.” Dijo mientras sacaba un peine de concha de tortuga de la bolsa de piel de león que llevaba colgada del cuello.
“¿Me prometes que no volverás a besarme?”
“Te lo prometo. Por hoy.”
Para siempre.”
“Para siempre.” Dijo casi suspirando.
Deslizó el peine por su crin, aunque no le pareció que ningún pelo estuviera descolocado. Estaba endurecido con una mezcla de resina y de mirra. Después le dio una palmadita fraternal en el flanco y sintió una descarga inesperada.
“Qué bonita estás. Pareces un jacinto.”
¿Bonita? Las flores eran bonitas. Las golondrinas. Las mariposas. Las piedras multicolores del lecho del río. Pero nadie le había aplicado esa palabra con anterioridad. Resistió la tentación que sentía de preguntarle: “¿De qué forma soy bonita? ¿Te gusta el verde de mi pelo? No es perfecto. Tiene destellos dorados producidos por el sol.”
Rápidamente retiró la mano y dijo: “¿Qué pasa con el mensaje?”
“Volumna ha convocado una reunión debajo de la higuera de Rumina.”
“¿Para qué?”, preguntó Melonia. Tales reuniones eran

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