CONTENIDO LITERAL

(Fragmento de "Unicornio negro [el]", novela de Terry Brooks. Derechos de autor 1987, Terry Brooks)

PRÓLOGO

El unicornio negro surgió de la niebla matutina, casi como si hubiera nacido de ella, y contempló el reino de Landover.
La aurora asomaba por el horizonte oriental, igual que una intrusa que sacara la cabeza de su escondite para ver la rápida partida de la noche. El silencio pareció hacerse más profundo con la aparición del unicornio, como si ese insignificante suceso acaecido en un rincón hubiera repercutido de algún modo en el valle. En todas partes el descanso dio paso a la actividad, los sueños a la vida, y en ese momento de transición pareció que el tiempo se detenía.
El unicornio se encontraba cerca de la cima del borde norte del valle, sobre las montañas del Melchor, próximo a la frontera con el mundo de las hadas. Landover se extendía ante él, con sus montes arbolados y riscos desnudos que descendían hacia las colinas y las praderas, los ríos y los lagos, los bosques y la maleza. El color rielaba en manchas brumosas a través de la declinante oscuridad donde los rayos del sol se reflejaban en el rocío. Los castillos, pueblos y casas eran formas vagas e irregulares, y parecían criaturas durmiendo acurrucadas que exhalaban humo al respirar.
Había lágrimas en los ojos de fuego verde que recorrían el valle de extremo a extremo y brillaban con una reencontrada vida. ¡Cuánto tiempo…!
Un arroyo bajaba para acumular sus aguas en un cuenco formado de roca a una decena de metros del unicornio. Un pequeño grupo de criaturas del bosque estaba junto al borde de ese estanque contemplando con admirado temor la maravilla que acababa de materializarse ante ellas. El grupo estaba compuesto por un conejo, un tejón, varias ardillas y ratones campestres, un opossum y un joven y solitario sapo. Al fondo, una criatura cavernícola se fundía con las sombras. Dentro de su agujero se aplastaba un wump de pantano. Los pájaros estaban inmóviles en las ramas de los árboles. La calma lo llenaba todo. El único sonido era el susurro que producía el arroyo al correr sobre la roca.
El unicornio asintió con la cabeza en reconocimiento del homenaje que le rendían. Su cuerpo de ébano brillaba en la media luz, la crin y las cernejas destellaban como seda agitada por el viento. Los pies de cabra se movían inquietos y la cola de león restallaba como un látigo, en contraste con la quietud circundante. El cuerno cortó la oscuridad emitiendo un leve brillo mágico. Nunca había existido una criatura de tanta gracia y belleza, y nunca volvería a existir.
El amanecer irrumpió bruscamente en el valle de Landover, y un nuevo día comenzó. El unicornio negro sintió el calor del sol en la cara y levantó la cabeza agradecido. Pero aún lo sujetaban cadenas invisibles, y la frialdad de su presencia disipó casi al instante la calidez del momento.
El unicornio tembló. Era inmortal y los seres mortales nunca podrían matarlo. Pero, a pesar de ello, la vida podía serle arrebatada. El tiempo era el aliado del enemigo que lo había aprisionado. Y el tiempo empezaba a avanzar de nuevo.
El unicornio negro se deslizó entre las sombras y la luz, como si fuera mercurio, en busca de su libertad.

SUEÑOS...

- Esta noche he tenido un sueño -dijo Ben Holiday, dirigiéndose a sus amigos durante el desayuno.
Fue como si les hubiese dado el parte meteorológico. El mago Questor Thews no pareció oírle. Su delgada cara de búho tenia una expresión pensativa y su mirada estaba fija en un objeto invisible situado a unos seis metros sobre la mesa. Los kobolds Juanete y Chirivía apenas levantaron la vista de la comida. El amanuense Abernathy logró mirarlo con curiosidad cortés, pero para un perro de rostro peludo que miraba habitualmente con curiosidad cortés, eso no era demasiado difícil.
Sólo la sílfide Sauce, que en ese momento entraba en el comedor del castillo de Plata Fina, mostró auténtico interés con un repentino e inquieto cambio de expresión.
- He soñado con mi casa -continuó él, decidido a no abandonar el tema-. He soñado con el viejo mundo.
- ¿Perdón? -Questor lo miraba ahora, ya de regreso de cualquier planeta que hubiese estado visitando-. Perdonadme, ¿he oído algo sobre…?
- ¿Qué soñásteis exactamente sobre el viejo mundo, gran señor? -lo interrumpió Abernathy con impaciencia, transformado la curiosidad cortés en leve desaprobación.
Dirigió a Ben una mirada reprobatoria por encima de las gafas. Siempre lo miraba de ese modo cuando mencionaba el viejo mundo.
Ben se inclinó hacia delante
- He soñado con Miles Bennett. Recuerdan lo que les conté sobre Miles, ¿verdad? Mi antiguo compañero de bufete. Bueno, pues he soñado con él. He soñado que tenía problemas. No fue un sueño completo. No tenía un verdadero comienzo ni un final. Fue como si yo llegase a mitad de la historia. Miles estaba en su oficina, trabajando, ordenando papeles. Llamaban por teléfono, entregaban mensajes, había personas sentadas en las sombras que no podía ver con claridad. Pero pude apreciar que Miles estaba prácticamente frenético. Su aspecto era terrible. Preguntaba por mí. Preguntaba que dónde me había metido y por qué no estaba allí. Yo le llamé, pero no me oyó. Entonces se produjo una especie de distorsión, una oscuridad, un retorcimiento de lo que veía. Miles siguió llamando, preguntando por mí. En aquel momento, algo se interpuso entre nosotros, y me desperté.
Paseó la mirada por los rostros que lo rodeaban. Ahora todos estaban pendientes de él.
- Pero eso no es todo -añadió al instante-. Había una atmósfera de... de desastre inminente que acechaba detrás de toda la serie de imágenes. Había una tensión que daba miedo. Era tan... real.
- Algunos sueños son así, gran señor -observó Abernathy, encogiéndose de hombros. Empujó sus gafas hacia arriba y cruzó las patas delanteras ante el pecho. Era un perro remilgado-. Con frecuencia, los sueños son manifestaciones de los temores de nuestro subconsciente, según he leído.
- Este sueño no -insistió Ben-. Fue algo más que un sueño normal. Fue como una premonición.
Abernathy hizo un gesto de desdén.
- Supongo que ahora diréis que por la fuerza de estos sueños emocionalmente perturbadores, aunque racionalmente infundados, sentís la necesidad de volver a vuestro mundo, ¿verdad?
El amanuense no hacía el menor esfuerzo por disimular su preocupación. Sus temores estaban a punto de realizarse.
Ben vaciló. Había pasado más de un año desde que atravesó las nieblas del mundo de las hadas en algún lugar escondido del bosque de las montañas del Blue Ridge, unos treinta kilómetros al suroeste de Waynesboro, en Virginia, y penetró en el reino de Landover. Con anterioridad, había pagado un millón de dólares por ese privilegio, respondiendo a un anuncio del catálogo de unos almacenes, actuando más por la desesperación que por la razón. Llegó a Landover como rey, pero que le reconocieran como tal los habitantes del país no había sido tarea fácil. Los ataques a su derecho al trono llegaron de todas partes. Criaturas cuya existencia ni siquiera hubiera creído posible estuvieron a punto de destruirlo. La magia, el poder que gobernaba todo en este extraño mundo, era una espada de dos filos que había tenido que dominar para sobrevivir. Desde que tomó la decisión de entrar en las nieblas, se vio obligado a aceptar otro concepto de la realidad, y la vida que conoció cuando ejercía su profesión en Chicago se convirtió en un recuerdo alejado de su existencia presente. Sin embargo, esa antigua vida no estaba desechada por completo y, de vez en cuando, pensaba en volver a ella.
Sus ojos se encontraron con los del amanuense. No sabía qué respuesta darle.
- Admito que estoy preocupado por Miles -dijo al fin.
El comedor se quedó muy silencioso. Los kobolds dejaron de comer, sus caras de mono se inmovilizaron con esas aterradoras semisonrisas que mostraban sus numerosos dientes. Abernathy estaba rígido en su asiento. Sauce palideció, dando la impresión de que iba a decir algo que no dijo.
Pero fue Questor Thews quien habló primero.
- Un momento, gran señor -solicitó con gesto pensativo y uno de sus huesudos dedos sobre los labios.
Se levantó de la mesa, hizo salir de la habitación a los dos sirvientes que se hallaban de pie a ambos lados de las puertas y las cerró. Los seis amigos se quedaron solos en el enorme comedor. Pero no fue suficiente para Questor. La gran arcada de la pared opuesta comunicaba a través de un

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